domingo, 4 de marzo de 2018

Hola, 
Esta vez no voy a escribir sobre Feng Shui, o tal vez sí.
Escribiré sobre el desencanto que he tenido. 
Tras muchos años, más de 20, sin volver a entrar en el Museo del Prado, aprovechando el día adecuado de estar por Madrid con algo de tiempo y sin ningún compromiso u obligación, he decidido hacerlo.
Tal vez esperaba recuperar aquellas emociones de entonces, ante las grandes obras, en las que me sentía pequeño e incapaz. Tal vez quería recuperar la inocencia de la mirada que tuve la primera vez que fui, o las otras después, aún niño, pese a considerarme adulto.
Pero no ha sido así.
Me he sentido mal, sí, pero no por lo que las propias obras me contaban, sino por como las he oído llorar. 
No he visto cuadros, sino pobres reclusos atados con cadenas a la pared, suplicando respeto y dignidad.
La humillación empieza por el maltrato a los propios visitantes, la mayoría obligados por el programa que deben cumplir para demostrarse a sí mismos que han hecho lo que debían, una vez en la vieja capital de España, en ese viaje cultural que tanto les atrae poder contar.
Era la cola de la Torre de Babel, la de las mil lenguas, todas expectantes. Una cola para llegar, otra para adquirir las entradas, otra para poder entrar por fin al museo, otra más para dejar los bultos personales en la consigna. Más de una hora larga de pesada espera en un día de lluvia. 
Una vez dentro y aligerado de la carga, se recupera la esperanza. Es como entrar a una de esas nuevas panaderías-cafeterías, que muestran cientos de opciones de bollería o pastas, de forma que la vista pasa de una a otra sin atenderlas suficientemente y sin poder decidir. O esas cartas de restaurantes en las que los títulos sugieren tantas experiencias que es imposible optar lo que se va a tomar.
Al final se decide empezar como sea y ya se verá.
Se entra en las salas, pronto se empiezan a reconocer los mitos, llegan los recuerdos de la infancia, de los libros, de las imágenes que no están solas, sino con lo que ya sugerían entonces y ahora se mezclan con las nuevas sugerencias.
Pero los cuadros colgados empiezan a chillar. No puedes parar en ninguno porque los otros se ofenden y gritan para que no te pares y les vayas a ver. Llevan mucho tiempo así y merecen un respeto. Te sientes obligado. Pero su arrogancia esconde su suplicio y eso da pena. Te reclaman la atención. Están allí por algo y están hartos de estar allí y ver como se los mira sin corazón, sin que esos ojos de admiración puedan ver lo que realmente te cuentan.
Finalmente decides salir de su tiranía y decides ver lo que quieres ver. Pasas por los Rafaeles, humillados en un largo pasillo que reclama en su fondo una aparente promesa de algo. Se hace molesto permanecer allí. Sigues buscando una escalera y subes a los tesoros barrocos de la edad de oro.
Se llega a la gran sala de Velázquez y los cuadros se exhiben como las prostitutas en los escaparates de Ámsterdam. Las Meninas aglomeran a la masa que parece no enterarse de nada más.
Los grandes retratos cuyos paisajes parecen descafeinados de luz y color. Porqué será.
Y hay que seguir y no perderse en ese deseo de verlo todo para poder ver la fragua, para mí una de sus mejores obras.
Pero siempre falla algo.
A Cristo lo crucificaron con otros dos bandidos para evitar que se dignificara su sacrificio.
No darle a lo excelso su espacio es rebajarlo porque impide la contemplación absoluta sin la contaminación de otros elementos.
Cualquier exposición de arte moderno dedica más espacio y cuida más el ambiente y la iluminación a las obras expuestas que el Prado a las joyas que posee.
Recuerdo la primera vez que vi las Meninas. La mayoría de la gente era española. Ahora apenas se oye esa lengua en el prado. Entonces estaban en un pequeño cuarto, con ventanas que iluminaban el cuadro con luz natural. No recuerdo luz artificial. Había un espejo en una esquina al que había que mirarse y esperar que no hubiera nadie entre el cuadro y tú. Entonces, decían, parecía que formabas parte de la composición, que estabas dentro.
Supongo que era una forma cándida e ingenua de mostrar y explicar la maestría del cuadro en cuanto a la representación de su atmósfera y realismo.
Pero la luz, la independencia en ese espacio que yo recuerdo de entonces, lo magnificaba, lo hacía especial.
Hoy las Meninas ya se han acostumbrado, ya saben hacer de puta y no se ofenden ante las miradas que no ven más allá de los comentarios eruditos de los guías. Ya no esperan que nadie se enamore de ellas, que llore ante ellas. Ya nadie llora ante esas magnificas obras de arte. Ante el trazo, la pincelada, la veladura maestra que con una extraña simpleza provoca la emoción y genera la realidad.
Y así se va pasando de maestro en maestro, de cuadro en cuadro. Uno sólo llenaría las calles de una ciudad de provincias para verlo en su museo local. Aquí todos juntos se golpean y chillan, tapándose la voz unos a otros para poder protagonizar un segundo de interés de esos ingenuos turistas y visitantes.
Y así se pasa de estilo en estilo, de época en época, de maestro en maestro...
Pero en esa necesidad gulosa de atraer a los turistas, algo debe de pasar para que un museo como éste necesite ofrecer fuera de carta los platos temporales que el Prado ofrece periódicamente.
Puede que mi sensibilidad no esté preparada para pasar de los clásicos a Fortuny, pero seguro que no lo está para pasar a los experimentos de Cai Guo Qiang, cuya calidad como artista no juzgo, sino el contexto en el que se ha expuesto la obra.
No puedo pasar de ver obras en las que cada trazo, cada pincelada, cada color ha supuesto un largo proceso de meditación y preparación y todo lo que está en el lienzo está minuciosamente colocado y ahí está parte de su valor. Siendo este fenómeno más visible aún en esas obras en las que unas partes son más detalladas, trabajadas  y acabadas que otras, no por hastío o agotamiento, sino por absoluta intención y voluntad.
No encuentro, excepto por una circunstancial alusión a los temas copiados de algunos de los grandes cuadros del Museo, la relación con una forma artística que se basa en el efecto aleatorio de la explosión de la pólvora, cuyo control dista mucho de parecerse a la técnica de ese arte tradicional que muestra y custodia el Museo.

Es entonces cuando entiendo los sollozos de los cuadros, cuando comprendo que estén descorazonados. Puesto que, si quien tiene el deber de guardarlos y protegerlos los ofrece en un mercado en el que los contrapone a una puta joven que llama la atención por sus tatuajes y pircings, por su descaro y su falta de rigor, entonces han entendido que están allí, no por su valor, sino porque no tienen otro sitio donde estar, porque esa es su cárcel y el negocio les exige que deban aguantar que se exhiba su vejez, su ranciedad y su decrepitud, como pago por continuar en vida, en esa cadena perpetua que ya nunca les devolverá a la vida real y a la dignidad que antaño tuvieron. Ya no son cuadros, son momias.